domingo, 4 de noviembre de 2012

"El Naufragio del Hombre"



Santiago Alba

Aparque su coche apretando un botón”, “conozca el mundo sin salir de casa”, “endurezca sus abdominales sin levantarse del sillón”, “hágase millonario sin esfuerzo”, “compre desde su hogar”, “lo hacemos todo por usted”, “hable más tiempo, más lejos, más barato”, “beba, coma, duerma, rásquese, mire”, “no lo piense más: haga daño”, “nosotros disparamos mientras usted descansa”, “produzca diez toneladas de basura con un solo euro”, “mate más niños a menos precio”, “mutílese gratis”, “destruya el planeta desde la pantalla de su ordenador”, “no lea, no piense, no luche, no se canse, no viva: vea la televisión”.

Con poco dinero y casi ningún trabajo, se puede renunciar a la libertad e incluso a la supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo único que no requiere esfuerzo es la derrota; lo más cómodo es dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con un solo dedo, dejando resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana, se introducen muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña o, claro, construyendo escuelas o curando heridas.

Los monjes y eremitas medievales se retiraban del mundo y lo contemplaban desde fuera para no intervenir en él. Las clases medias capitalistas, al contrario, se refugian en la contemplación como la más destructiva forma de intervención. En una sociedad que da tantas facilidades para perder el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas comodidades para que aumentemos nuestra ignorancia y concede tan generosos créditos y subvenciones para que despreciemos a los otros o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total seguridad de que si algo nos produce pereza, si algo nos molesta, es porque vale la pena. En una sociedad que nos obliga precisamente a no hacer ningún esfuerzo, que nos impone una pasividad divertida, que nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o vigilantes (…), podemos estar casi seguros de que precisamente todo aquello que no queremos hacer nos vuelve un poco más libres. En una sociedad tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, he acabado por adoptar este principio: si algo no me gusta, es que es bueno; si no lo deseo, es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es liberador. Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad. Cada vez nos cuesta menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el móvil: he ahí una manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia sumisión como lo son la explotación laboral y la prisión.

Somos libres cuando abrimos un libro pero sólo somos libres cuando cerramos el ordenador. Ahora bien, una libertad sólo negativa es una locura, es casi un delito; es, en cualquier caso, una autolesión. No es libertad. (…) Es como si todos los días tuviésemos que asumir la responsabilidad de dejar morir a un pariente hospitalizado. Por eso es necesario recuperar la sociedad misma; porque la única manera de frenar la tecnología, e incluso de usarla a nuestro favor, es que la gestione una sociedad consciente y libre y no la voluntad individual de miles de apetencias y gustos y caprichos activados por la facilidad inmensa y el placer insuperable de hacerlo todo pedazos sin moverse del sillón.

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