Santiago Alba
“Aparque su coche apretando un botón”, “conozca el mundo sin salir de casa”, “endurezca
sus abdominales sin levantarse del sillón”, “hágase millonario sin
esfuerzo”, “compre desde su hogar”, “lo hacemos todo por
usted”, “hable más tiempo, más lejos, más barato”, “beba,
coma, duerma, rásquese, mire”, “no lo piense más: haga daño”,
“nosotros disparamos mientras usted descansa”, “produzca diez
toneladas de basura con un solo euro”, “mate más niños a menos
precio”, “mutílese gratis”, “destruya el planeta desde la
pantalla de su ordenador”, “no lea, no piense, no luche, no se
canse, no viva: vea la televisión”.
Con poco dinero y casi
ningún trabajo, se puede renunciar a la libertad e incluso a la
supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo
único que no requiere esfuerzo es la derrota; lo más cómodo es
dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con un solo dedo, dejando
resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana, se introducen
muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña o, claro,
construyendo escuelas o curando heridas.
Los monjes y eremitas
medievales se retiraban del mundo y lo contemplaban desde fuera para
no intervenir en él. Las clases medias capitalistas, al contrario,
se refugian en la contemplación como la más destructiva forma de
intervención. En una sociedad que da tantas facilidades para perder
el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente
placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas
comodidades para que aumentemos nuestra ignorancia y concede tan
generosos créditos y subvenciones para que despreciemos a los otros
o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total
seguridad de que si algo nos produce pereza, si algo nos molesta, es
porque vale la pena. En una sociedad que nos obliga precisamente a no
hacer ningún esfuerzo, que nos impone una pasividad divertida, que
nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o vigilantes
(…), podemos estar casi seguros de que precisamente todo aquello
que no queremos hacer nos vuelve un poco más libres. En una sociedad
tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, he acabado
por adoptar este principio: si algo no me gusta, es que es bueno; si
no lo deseo, es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es
liberador. Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un
árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad. Cada vez nos cuesta
menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el móvil: he
ahí una manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia
sumisión como lo son la explotación laboral y la prisión.
Somos libres cuando
abrimos un libro pero sólo somos libres cuando cerramos el
ordenador. Ahora bien, una libertad sólo negativa es una locura, es
casi un delito; es, en cualquier caso, una autolesión. No es
libertad. (…) Es como si todos los días tuviésemos que asumir la
responsabilidad de dejar morir a un pariente hospitalizado. Por eso
es necesario recuperar la sociedad misma; porque la única manera de
frenar la tecnología, e incluso de usarla a nuestro favor, es que la
gestione una sociedad consciente y libre y no la voluntad individual
de miles de apetencias y gustos y caprichos activados por la
facilidad inmensa y el placer insuperable de hacerlo todo pedazos sin
moverse del sillón.
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